Un extraño se sentó a mi lado mientras mi esposo moribundo estaba en el hospital y me dijo que pusiera una cámara oculta en su sala para descubrir una verdad.

Un extraño se sentó a mi lado mientras mi esposo moribundo estaba en el hospital y me dijo que pusiera una cámara oculta en su sala para descubrir una verdad.

Diana se sentó junto a la cama de su esposo Eric, con el peso de la inminente pérdida oprimiéndola. Las palabras «cáncer en etapa cuatro» se repetían sin cesar en su mente, cada repetición más nítida que la anterior.

Los médicos habían dicho que solo le quedaban unas semanas de vida, y cada instante que pasaba era como arena escurriéndose entre sus dedos.

El anillo dorado en su dedo se sentía más pesado que nunca, cargado con los recuerdos de la vida que habían compartido: las tranquilas mañanas de domingo, las risas susurradas en la oscuridad y la firme seguridad de su mano en la suya.

Ahora, el hombre que amaba parecía estar desapareciendo, y no podía hacer nada para detenerlo.

Afuera del hospital, Diana estaba sentada en un banco, con las lágrimas ocultas tras manos temblorosas. Fue entonces cuando vio a la enfermera.

No era nada destacable, solo otra figura con uniforme médico, pero había algo en su mirada, una determinación serena. La enfermera estaba sentada junto a Diana, con voz baja pero firme.

—Pon una cámara oculta en su habitación —dijo, y sus palabras desgarraron el dolor de Diana—. No se está muriendo.

Diana parpadeó, confundida e indignada. «¿Disculpe? Se está muriendo. Los médicos lo confirmaron. ¿Cómo pudo…?»

—Mira —interrumpió la enfermera—. Te mereces la verdad.

Antes de que Diana pudiera responder, la enfermera se levantó y se alejó, desapareciendo en el hospital. Diana se quedó aturdida.

¿Qué verdad? El diagnóstico de Eric había sido devastador, pero lo había dado un equipo de profesionales. Aun así, las palabras de la enfermera sembraron una semilla de duda que no dejaba de crecer.

Al día siguiente, Diana encargó una pequeña cámara oculta; le temblaban las manos al hacer el pedido. Para cuando llegó, su determinación se había fortalecido.

Entró en la habitación de Eric mientras él estaba fuera para una ecografía y escondió cuidadosamente la cámara entre las flores del alféizar.

«Lo siento», susurró, sin saber si se disculpaba con Eric o consigo misma.

Esa noche, vio la transmisión en vivo desde su computadora portátil. Al principio, nada parecía fuera de lo normal.

Eric yacía en la cama, las enfermeras iban y venían, y Diana empezó a cuestionar su propia cordura. Pero entonces, justo después de las 9 p. m., la puerta se abrió y entró una mujer.

Era alta, segura de sí misma y vestía un elegante abrigo de cuero. Su cabello oscuro brillaba bajo las luces fluorescentes, y al acercarse a la cama de Eric, el corazón de Diana se paró.

Eric se incorporó. Sin esfuerzo. Sin rastro de dolor ni fatiga. Saludó a la mujer con una cálida sonrisa, atrayéndola a un beso largo e íntimo. A Diana se le revolvió el estómago al ver al hombre que creía conocer abrazar a esta desconocida con una energía y una alegría inimaginables para un moribundo.

La mujer le entregó a Eric un fajo de papeles, que él guardó cuidadosamente debajo del colchón. Sus gestos y lenguaje corporal eran inconfundibles: no eran solo amantes. Eran conspiradores.

Al día siguiente, Diana confrontó a Eric en su habitación. Él interpretó su papel a la perfección, con una mueca de dolor y debilidad, con la voz ronca. «Estoy tan cansado», murmuró.

Contuvo la furia, decidiendo que necesitaba más pruebas antes de actuar. Esa noche, Diana esperó en su coche fuera del hospital, con el teléfono listo para grabar. Efectivamente, la mujer del abrigo de cuero llegó de nuevo, moviéndose por el hospital con la soltura de alguien que encajaba.

Diana la siguió, manteniéndose en las sombras. Desde la puerta de Eric, escuchó su conversación.

—Todo listo —dijo la mujer—. Una vez que te declaren muerto, el dinero del seguro se transferirá al extranjero. Diana no sospechará nada.

La risa de Eric fue baja y cruel. «Es perfecto. Matthews hizo un gran trabajo falsificando el diagnóstico. Unos días más, y seremos libres».

«Es tan ingenua», añadió la mujer con una risita. «Elegiste al objetivo perfecto».

Las manos de Diana temblaban mientras grababa cada palabra. La traición la quemaba en el pecho, pero no dejó que la consumiera. En cambio, dejó que impulsara su siguiente movimiento.

Al día siguiente, invitó a todos los que se preocupaban por Eric —familia, amigos, compañeros de trabajo— al hospital y les dio la devastadora noticia de que su estado había empeorado y era hora de despedirse. Al anochecer, la sala estaba abarrotada y el aire estaba cargado de dolor.

Eric, visiblemente asustado por la multitud, intentó mantener su fachada. «Gracias a todos por venir», dijo con voz áspera.

Antes de que pudiera decir más, Diana dio un paso al frente con voz firme. «Antes de despedirnos, creo que todos deberían ver algo».

Conectó su portátil al televisor de la habitación y reprodujo las imágenes de Eric y su amante. Se oyeron jadeos en la habitación cuando el dolor de sus padres se convirtió en rabia. Su padre se abalanzó sobre la cama, retenido solo por los hermanos de Eric.

La amante, Victoria, llegó momentos después y se quedó congelada en la puerta al darse cuenta de que su plan se había desmoronado.

La policía y los agentes de seguridad llegaron poco después y arrestaron a Eric y Victoria. Diana permaneció a un lado, observando el caos con calma. Por fin, se hizo justicia.

La enfermera que había advertido a Diana apareció de nuevo mientras estaba sentada afuera del hospital. «Gracias», dijo Diana en voz baja.

La enfermera asintió. «A veces, la verdad es la única cura».

Diana condujo a casa esa noche, con su anillo de bodas guardado en el bolsillo. El peso de la traición era inmenso, pero la fuerza que había encontrado en sí misma era aún mayor. Por primera vez en semanas, se sintió libre. A veces, el final de una historia es solo el comienzo de otra.